Hoy es un día importante para mi “nuevo yo”. Este fin de semana celebro el primer cumpleaños de mi hijo primogénito, el libro que será para siempre el más especial de todos: Luz para la Depresión. Como no todos ni todas conocéis mi historia, y muchos habéis aterrizado hace poco en este blog, quiero hacer un breve resumen de las razones de aquel nacimiento literario:
En noviembre de 2022 se cumplía una década desde que mi madre falleció; ella vivió toda su vida, al menos la que yo conocí, perseguida por la sombra de la depresión, tenía algo parecido a un trastorno bipolar que nunca le diagnosticaron. Por muchos años esto fue un secreto, información clasificada de mi pasado. Hasta que algo inexplicable dentro de mí, hizo que el día 1 de enero de 2022 me aventurase a escribir sobre su historia, la de nuestra familia y la de otras personas que de alguna u otra manera habían convivido con esa enfermedad mental. De esta manera, transformé 22 historias reales en 22 cuentos, y esa colección de fábulas fueron nombradas como Luz para la Depresión.
A partir de la publicación y la presentación de mi libro, nada ha vuelto a ser igual. El tiempo ha pasado muy deprisa, pero a la vez han ocurrido muchísimas cosas, tantas que este año ha parecido una vida en miniatura. He vivido en Grecia, Tailandia, Vietnam, Malasia, Sri Lanka e Indonesia; mientras tanto hemos abierto dos gimnasios más, escribí el segundo libro, aprendí por fin a surfear y nos hemos mudado a Portugal. Desde aquel día en que pulsé el botón de publicar, se han vendido la friolera de 744 libros, algo que era impensable para un autor novel completamente desconocido.
Más allá de las cifras y las celebraciones, hoy quiero contaros qué ha supuesto este libro para mí y los que me rodean.
La semana de la presentación del libro me la pasé entera llorando, se estaba cerrando un ciclo, por fin encajaban todas las piezas de mi camino vital, era como la resolución de un misterioso caso digno de Sherlock Holmes. Abría el libro y era incapaz de creer la magia que se había liberado de entre tantas historias de dolor. Sabía que ese viernes 18 de noviembre marcaría un antes y después en mi vida, y seguramente en la de mi familia. Compartimos lágrimas, sonrisas, abrazos y cerramos todos juntos heridas que estaban muy profundas. Siento que ese libro fue enviado para sanar desde “el otro lado”, no sé si por mi madre o por todas las madres que lloraron y sufrieron a lo largo y ancho de mi árbol genealógico.
Hoy, un año después, celebro que lo que aquellas páginas despertaron late más fuerte que nunca. La puerta que se abrió al universo mágico ya no volverá a cerrarse, la fe en mi escritura jamás será puesta en duda y la convicción de que todos tenemos una Leyenda Personal tampoco.
Mamá me animó a alzar la voz, a escribir por los que no pueden, a tener el coraje para construir mi propia historia, y me ofreció la sabiduría para entender y saborear una vida digna de ser vivida.
Antes de despedirme, os dejo su cuento.
Gracias mamá.
Lobeznos, garras y colmillos
En un lugar de la vieja Castilla, en las tierras bañadas por el sol del Mediterráneo y bendecida por Dioniso, el dios del vino, vivió, no hace mucho tiempo, una loba. Fuerte de carácter y llena de valentía, hacía honor a su especie, a veces, como virtud y otras como defecto, en forma de soberbia. No dudaba en sacar dientes o garras para defender a sus cachorros, que, por cierto, tenía tres, dos machos y una hembra. Dos de los lobeznos eran algo más creciditos y uno era muy pequeño, apenas recién alumbrado.
A las pocas semanas de llegar el más pequeño a la camada, el padre lobo enfermó, no se sabe a ciencia cierta el por qué, pero la vida se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos. Así, dejó a la madre loba con sus tres pequeños, sola en aquellas tierras repletas de vides. La valentía y la fuerza de nuestra loba se fue apagando con el paso de los meses y los años, al punto que estas se tornaron en tristeza, desilusión y lo que los humanos llaman depresión.
Pero el amor que sentía por sus cachorros era tan grande que cuando estaba con ellos disimulaba su tristeza y luchaba porque su infancia lobezna fuera lo más abundante y feliz posible. Mamá loba cambió tanto su máscara que la confusión se instaló en su pelaje y perdió la noción de quiénes eran los malos y los buenos en aquella historia.
Cuando los lobeznos crecieron y dejaron de necesitar la protección de mamá, su pena y sus cambios de ánimo se tornaron cada vez más fuertes, nadie en aquel lugar podía encontrar una pócima para aquellos volcanes emocionales que amenazaban con entrar en erupción en cualquier momento, unas veces con fuego, otras con lágrimas.
La línea entre el amor y la ira era cada vez más fina, y los afilados colmillos a veces eran mostrados incluso a sus propios vástagos. El más pequeño de la camada exclamaba confundido:
―¡Pero mamá, somos nosotros! ¡Tu familia!
Muchas lunas llenas pasaron entre sombras y pesadillas, hasta llenar de cicatrices el cuerpo de la familia de lobos; producto de mordiscos, arañazos y ladridos por parte del animal que los había traído al mundo. Los jóvenes lobos pidieron consejo y ayuda a la manada, pero ninguno, ni siquiera los lobos sanadores, pudieron dar respuesta a la locura de mamá.
Dicen que el sufrimiento nunca puede ser eterno y así se cumplió en esta pequeña familia. Un día, al llegar a casa, los dos jóvenes machos de la camada se encontraron a mamá loba tumbada en su lecho. Su pequeño corazón ya no latía, la tristeza se había llevado su alma y dejó su cuerpo.
A veces, no todos los cuentos tienen finales felices, al menos en apariencia. La mañana del entierro, a pesar de ser invierno, el sol brilló con todo su esplendor, el aire se llenó de esperanza y el pelaje de los lobeznos relució como nunca. Se anunciaba un gran renacimiento.
Mamá loba, desde el otro lado, siempre protegió a sus cachorros, marcó con sumo cuidado la senda por la que debían caminar sus patitas y todavía hoy les brinda su luz a muchas almas perdidas; la prueba de ello está en estas páginas.